Todavía recuerdo a Papo, mi tío Papo. Murió de cáncer en la piel cuando apenas era yo una niña, pero todavía siento que está aquí, a mi lado, siguiendo mis pasos. El día que me dijeron que había muerto salía de una clase de modelaje. Mi madre tenía la cara pálida y entristecida aunque trataba notablemente de disimular su dolor. Yo tenía unos 6 años y él era la luz de mis ojos, mi tío predilecto. Fue una noticia dura, pues yo compartía muchísimo con él. Podía pasar todo el día encerrada en su cuarto viendo películas, ayudándolo con sus peces y cantando de Pimpinela o simplemente recostada junto a él saboreando unos ricos chocolates. Incluso, durante su enfermedad, no dejaba que nadie más entrara en su aposento y mi abuela, que en paz descanse, tenía que tocar la puerta, darme el mensaje y yo comunicárselo a él. Para mí el era bello a pesar de todas esas ronchas horribles que cubrían su cuerpo y que yo no entendía porque estaban ahí. Era como su asistente personal y eso me hacía muy feliz. Pero Papo no era fácil, era duro y estricto.
Cuando pequeña, tenía la costumbre de comer con los ojos. Pedía que me sirvieran de todo en el plato y en cantidades exageradas. No había cosa que más le molestara a mi tío Papo que el pedir de más para luego botarlo. Él acostumbraba a sentarse a mi lado para asegurarse que me lo comiera todo. ¡Qué tortura! Sus ojos fiscalizadores me aterraban y sabía que me iría mejor empujándome la comida que desobedeciéndole. Mi abuela siempre salía en mi defensa, pero la última palabra, como siempre, la tenía él. Cuando se percataba de que era inútil, que ya no comería más, me daba el típico sermón gruñón y frotaba su puño en mi cabeza. ¡Ugh! Él sabía que odiaba que me frotara el puño en la cabeza. No obstante, lo hacía de todos modos. Decía que era una llorona y le encantaba verme hacer cucharitas. ¡Qué chulo él! (Todavía soy llorona tío, perdón). Aunque era riguroso, al final siempre me "alcahueteaba". Por ejemplo, cuando se me caía un diente, además de la típica celebración boricua por tal acontecimiento, el ratoncito me dejaba mucho dinero escondido. ¡Qué ratoncito generoso! Era una maravilla mudar dientes en esas circunstancias. ¿Qué no?
Hace unos años atrás tuve un sueño impactante que me hizo entender que él aún está entre nosotros. Llegué a casa y mi abuela estaba arrodillada orando. “¿Abuela, que te pasa?”, le pregunté. “Tu tío, Papo, Papo está aquí”, exclamó llorando de alegría. Caminé hacia la parte de atrás de la casa, donde aún está la pecera, y, efectivamente, allí estaba mi adorado Papo. Era hermoso, ya no estaba marcado por el maldito cáncer, su piel resplandecía, era perfecto. Vestía un largo traje blanco y parecía flotar en el aire con gracia. “Nilmarie, necesito que cuides a mis peces y a mami (mi abuela), ella ha estado muy triste, tú sabes”, me ordenó con un tono cálido y dulce. (Cuando eso, sus peces estaban un poco abandonados). “Te amo”, suspiró y rápidamente su imagen se fue gastando hasta que ya no lo vi más. Desperté del sueño muy acongojada y llorosa, y en ese instante en el que abrí mis ojos, vi y sentí una respiración que se desvaneció. (Scariest moment of my life).
Quisiera tener más memorias con mi tío, pero mi mente es traicionera y ha borrado muchos episodios importantes de mi vida. Es triste porque si a esta edad ya he borrado cinta, me esperan unos años maduros difíciles. Sí recuerdo, vagamente, que en esa época yo cocía, hacía café y era asistente personal de un paciente de cáncer. Multifacética, ¿no? Sólo quisiera que mi tío hubiese vivido más para que presenciara mi crecimiento, me aconsejara en asuntos amorosos y se fuera de “janga” conmigo, pues murió muy joven. Quisiera que viera en la mujer que me he convertido y que día a día trato de no defraudarlo. Sé que él tenía muchas expectativas conmigo y yo espero que donde quiera que esté se sienta muy orgulloso de mí.
Te amo tío… Te extraño.
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