Que difícil es aceptar las cosas tal como son. Nos duele reconocer lo que a nuestros ojos es evidente. Tenemos fe que las cosas serán mejor y es la fe la que nos mantiene ilusionados con lo improbable.
Debemos tener fe, es lo que nos enseñan desde chiquitos. Que tenemos que confiar y ser positivos en que todo es posible con la ayuda de Dios y muchas veces relegamos responsabilidades a Dios que no le corresponden. Queremos que Dios nos resuelva todos nuestros asuntos, que nos guíe e ilumine hacia el camino correcto, pero muchos de los problemas que nos aquejan no están en manos de Dios resolverlos. Como por ejemplo: desilusiones amorosas.
Esto no se trata de que Dios bendice a unos y a otros no. Esto no se trata de que Dios quiere que suframos un poco antes de ponernos al príncipe azul de frente. Esto se trata de aprender a valorarnos primero antes de permitir que un tercero decida nuestro valor. Conoceremos a muchos en el camino. Sentiremos que estamos enamorados cada vez. Sufriremos mucho. Pero en algún momento de nuestras vidas encontraremos a esa persona que nos complemente y que sobre todas las cosas nos ame y respete.
No es fácil el proceso. Más bien parece la novela de nunca acabar. Pero no acaba por el propio masoquismo. El amor es mental. Decidimos que alguien nos gusta, decidimos quererle y decidimos cuando olvidarle. Tan sencillo como eso. Lo que pasa es que nos hemos enredado en las trampas de interpretación y en las oraciones complejas. Nos aferramos y luego pensamos que no podremos tolerar estar sin el/ella o que no superaremos otra desilusión. Pero, ¿cómo hemos sobrevivido antes?
Aprendamos a valorarnos (y me incluyo) para que los demás lo noten y así poder ser demandantes a la hora de elegir esa persona con la que queremos compartir. No seamos mediocres ni nos conformemos con la primera persona que nos venda villas y castillas, pues las palabras bonitas sólo alimentan nuestro ego, no el corazón.